Las lentejas estaban secas,
igual que los cacharros pendiente de ser lavados, la pila estancaba el agua, o
el agua se había quedado estancada en la pila, no había música de ascensores
esa que la ponía tan nerviosa, el alfeizar de la ventana era lo suficientemente
ancho para que se pudiera apoyar, mirar a través de esos cristales sucios por
partes desiguales, odiaba hacer eso que hacía, quedarse esperándole, ver si lo
veía pasar, aunque fuera del brazo de otra, por lo menos ya sabría que estaba
con otra, que todo se había acabado, al menos para ella, y terminar con esos
jueguecitos estúpidos de escribirse frases por internet y alentar una esperanza
que no tenía sentido, volvió a mirar el plato, las lentejas seguían igual,
esperando a que alguien les metiera mano, o las dejase caer por el retrete y
estirase fuerte de la cadena, quería llamarlo, gritarle, enfurecerse con él,
pero sabía que no había motivos, no podía dejar de preguntarse qué estaría
haciendo en ese momento, habían tantas hipótesis y variables encima de la mesa
que la agotaban, incluso le producía nauseas o eso o que el cigarro le había
vuelto a sentarle mal, y por eso pensó en ser una indisciplinada, sí, se dijo a
sí misma, Laura la indisciplinada, la que aprende a fingir que ya no le importa
nada, la que hace la maleta y decide comprarse un billete al destino más lejano
y barato, la que no está para nadie ni para nada, desconectarse de la realidad
por unos días largos y sudorosos, o fríos, depende del lugar donde caiga de pie
o sentada, qué más da, mientras me vuelva a levantar (pensaba), y cuando
alguien quiera encontrarla se dé de bruces con un laberinto sin entrada ni
salida, y él, ay! Él... Si se volvía indisciplinada era para olvidarse de él,
pero eso no sabía cómo hacerlo.
Saludas y gracias
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