EL JUGADOR



Me has vuelto a ver. ¿Has visto que ya nada es lo mismo? Todo se quedo atrás. Nuestras mejores manos, nuestros sueños entre nuevos mazos de cartas por abrir. Era el juego. Siempre fue por el juego.

Podías llevar la peor mano, pero sabías que todo iba a salir bien. Podías envidar que sabías que se iban a retirar. Cuestión de achicar espacios, tapar oportunidades, no dejar jugar. Siempre ha sido así, presión arriba. Yo impongo mi ritmo, mi estilo. Y el azar lo controlo yo, no me controla él a mí.

Pero ahora mis manos solo sirven para sostener la botella de Whisky y llenar un vaso tras otro, liar algún que otro porro, y deslizar los dedos por debajo de una falda. Pero en cuestión de cartas, ahora todas se me escurren entre los dedos, y no puedo evitar que se me escapen y se caigan al suelo esperando a que las recoja.

Ahora perdí el don de marcarme un buen farol, de dejar ver que tengo lo que a los otros les asusta, les acojona, y que huyan como corderitos que van al matadero a ser degollados. Ahora al que esquilan es a mí. Ahora yo soy la oveja. Y seguramente la más negra de todo el rebaño.

Tan solo me queda a ratos largos y oscuros, meterme en tenebrosos callejones, e intentar empatizar con el maullido de los gatos que igual que yo se sienten derrotados. Porque llego un nuevo felino al vecindario e impuso sus reglas, marco su territorio, meo en el tuyo, y te mando al maldito destierro.

Allí en tugurios de mala muerte, recogiendo tus penas en los brazos de aquellas que te vuelven a regalar un poquito de vida a bajo coste. Entre sabanas viejas, que sabes que han ocupado otros que igual que tú, quizás alguna vez fueron alguien. Que quizás alguna vez arrasaron con la mesa, y se sentían como Dioses del Olimpo.

Por eso evito cruzarme contigo, pasar por tu lado. Por eso te niego el saludo, agacho la cabeza y a paso lento, con la derrota sobre la espalda, huyo avergonzado de que me veas así, así como te prometí que jamás me verías.

Antes yo era la partida, llegaba, me sentaba, repartían las cartas, y el festín empezaba. Todos sentían que no tenían ninguna oportunidad, sabían de antemano que todo estaba perdido. Era algo así como estar al borde de un precipicio, tan solo esperaban a que yo les empujara, uno a uno, igual que se habían sentado se levantaban y se iban, dejando su vaso de Whisky medio vació, el humo de su puro, y tan solo se llevaban el dolor que inflige la derrota, pero no cualquier derrota, sino la derrota de la humillación.

Hasta que un día sin más, sin explicarme muy bien porque, desaparece, el toque, la elegancia, tu característica principal, tu don, se esfuma. Pasa a otras manos, cambia de dueño, y te deja en cueros, sin nada con lo que protegerte, sin nada a lo que amarrarte, ni tan solo hay al acecho un clavo ardiendo donde cogerse desesperadamente. Nada, un desierto delante de tus ojos, y tu estampa en pelota picada.

Lo sé, y no creo que sea suficiente consuelo saber que una vez más el aprendiz se sube a la chepa del maestro. Lo sé, tu intención es rescatarme, pero no sé si te das cuenta que no puedo ser rescatado, que lo único que me queda es esperar a que este naufragio en vez de arrastrarme a lo más profundo del océano, me lleve a una isla desierta donde pueda encontrar la paz que necesito para poder seguir hacia delante. Lo sé, ahora tú eres el jugador. Ahora tú marcas el ritmo, cuatro por dos, a tu antojo, ahora tú eres el rey de la mesa, el que se sube al tejado más alto y tiene el privilegio de poder maullar a la luna y ser escuchado. Lo sé, ahora tú eres el “niño” favorito de la partida, aquel que bautizan como el elegido. No olvides que una vez yo fui bautizado también con ese mismo nombre.

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