Estudiaba el aguijón de los escorpiones,
el veneno que entraba por el azabache de sus ojos, y asistía allí, a las
sesiones nocturnas que se barajaban mucho más que unos simples naipes, él le
decía que le gustaba apostar contra la probabilidad, que las sombras voraces
que dominan al juego, no le daban miedo, y si perdía entonces se iba solitario
a la yerba que liaba entre sus dedos, y luego prendía con caladas que chocaban
contra el techo desnudo que cubrían elefantes malheridos, algo de Lou Reed, y
así saldaba todas las deudas que tenía con el silencio.
Estaban esas horas fugaces de la madrugada, que
él la desnudaba en forma de abanico, cosían sus cuerpos hasta donde pensaban
que llegaba el final del mar, allí donde confluían acompasadas sus sombras y
transparencias, también las estrellas fugaces que creían agarrar mientras él le
enseñaba a contar cartas, y como se puede engañar a los casinos, luego recorría
despacio la suave seda en la que se había transformado su cuerpo desnudo.
Hasta que un día ella supuso
que el diablo había bailado ya demasiadas veces con la luna, y quizás eso
explicaba porque en la misma habitación que quedaban evidencias serías de
escorpiones, allí donde ella necesitaba su cuerpo, igual que un paisaje perdido
para siempre, le encontró entre un charco de sangre, le cerró los ojos con los
dedos para que descansara en paz, y le dio un último beso, antes de llamar a la
ambulancia, se lió un poco de la yerba que él escondía, algo de Lou Reed, y era
ella ahora quien necesitaba saldar las deudas con el silencio.
Saludos y gracias
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