Desde un extremo de un punto
del norte de alguno de los países escandinavos un hombre de hombros anchos e
importante estatura estira su cuerpo como si fuese goma de mascar hasta
alcanzar la otra punta del extremo del mundo y comienza a plegarlo. Pájaros de
madera recobran el vuelo que una vez olvidaron convirtiéndose así en figuras
talladas con martillos que tenían orejas que escuchaban no solo el dolor y el
sufrimiento sino el pesar de la esclavitud.
El cielo comienza a hacer
sombra y cada vez parece más pequeño porque se va cerrando, desde el polo
opuesto se observa como poco a poco sus habitantes y sus edificaciones quedan
colgando, no sé porque ahora recuerdo que cuando hay luna llena aparecen tres
más sangrando una de ellas otra dejando caer lagrimas que acaban convirtiéndose
en lluvia de estrellas y en la otra está el hombre de la luna (o el hombre que
plegó el mundo).
Mientras el mundo se cierra
sigo con la mujer eslava que me dejé enredar entre sus brazos y sus dotes de
cintura en unos muelles que me recordaban alguna sinfonía que ponías mientras
te duchabas y te dejabas hacer el amor después de sentirte limpia y ahora no sé
si para olvidarte más fácilmente o para provocar unos celos inútiles antes de
que el hombre que plegó el mundo corra la cremallera y de portazo final a la
función, me gustaría que te acordases que si caminaba por las calles era para
intentar recordarte de alguna manera estúpida que si volvieses podríamos
amarnos incluso siendo simplemente polvo.
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