Los analfabetos crearon un
código de comunicación para sociabilizarse y poder convivir dentro de un
equilibrio equitativo. Decidieron no cerrar las puertas de sus casas. No
esconderse detrás de las persianas. Bajaban al bar por las mañanas en busca del
desayuno y no existía entre ellos la moneda como medio de cambio y de
subterfugio para crear capitales y diferencias. Ocurría igual en las tiendas,
en las farmacias, en todo tipo de comercio. Y disponían de tanto tiempo libre
que aprendieron a expandir la creatividad y a estirar la imaginación hasta tal
punto que derrumbaron los muros de la realidad y encontraron un lugar lleno de
campos de amapolas, de los cuales se fumaban tranquilamente su polen.
Una tarde de esas que dudamos
hasta del significado de nuestra propia existencia, una chica llamada Miércoles
me preguntó si creía en la magia del circo, en elefantes con alas volando y
haciendo piruetas en el cielo. Le respondí con escepticismo, le pagué al barman
lo que había consumido y la seguí como quien no conoce un lugar mejor a donde
ir. Nunca entendí porque los supuestos iluminados del desarrollo y la evolución
los llamaban los analfabetos.
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