Si quieres te enseño lo que una vez me enseñó un inmigrante sin patria, ni destino, ni bandera a la que reclamar derechos, ideologías o principios. Fue un encuentro causal, yo estaba en un bar curando las penas que me había dejado que ella se marchara por la puerta llevándose todo lo que tenía en una maleta, uno de esos momentos donde echamos la culpa al mundo de nuestras fatalidades, y algo dentro de nosotros lo sentimos quebrado, un vacio que necesitamos llenar a base de chupitos, cervezas frías, y el sonido de nuestras palabras rotas por el miedo a sentir una soledad que no habíamos programado.
Se acercó a mi lado, y me dijo: “Necesitas que te echen una mano, déjate ayudar, al menos por esta noche. Mañana ya dependerá de ti seguir cabizbajo y dejarse llevar por la marea o nadar contracorriente en busca del camino que hace tiempo que quisimos andar pero que todavía no hemos encontrado, nos pasa a todos muchacho”.
Hablamos durante horas, incluso más allá del alba, me contó historias que te llegaban hasta las entrañas, igual que si te dieran de repente un puñetazo en el estomago, algunas arrastraban velatorios incómodos de escuchar, como la de aquellos dos amantes, que se preparaban para su cita con cinco días de antelación, y dos días antes de la fecha deseada mientras él circulaba en coche por la ciudad, el autobús donde iba montada ella se cruzo en su camino y lo estampó quitándole la vida a él, y robándole las ganas de vivir a ella.
También me relató historias sencillas, épicas, cotidianas, llenas de un optimismo ensordecedor, donde en todas ellas los clavales acababan imponiéndose a los fusiles, miles de cometas creaban un mosaico en el cielo, y acordeones, y sonidos de pandereta inundaban la calle, callando el ruido de las malditas maquinas del infierno, como la de aquellos dos amantes, él un indocumentado sin papeles, ella en el paro y sin un futuro alentador, saltaron juntos todas las prohibiciones y obstáculos que les había impuesto la vida, campearon el temporal creyendo en ellos dos, y ahora se encuentran viviendo al borde del Atlántico, con lo suficiente para ser felices, y sabiendo que el futuro es cosa suya y no de los demás.
Igual que me explicó que el polvo del siglo está reservado para aquellos amantes que se quieran, y que el amor está donde menos te lo esperas, a la vuelta de la esquina, en la barra de un bar, detrás de un teclado escribiendo prosa poética, allí donde quizás no llegamos a alcanzar, o tan cerca que ni siquiera llegamos a darnos cuenta, está si lo buscas, si crees en él, está esperándote para cuando estés preparado, está incluso en esa maleta que se marchó y te arrastró hasta esta barra de bar. Antes de partir me dio un remedio casero para la resaca. Nunca más lo volví a ver.
Se acercó a mi lado, y me dijo: “Necesitas que te echen una mano, déjate ayudar, al menos por esta noche. Mañana ya dependerá de ti seguir cabizbajo y dejarse llevar por la marea o nadar contracorriente en busca del camino que hace tiempo que quisimos andar pero que todavía no hemos encontrado, nos pasa a todos muchacho”.
Hablamos durante horas, incluso más allá del alba, me contó historias que te llegaban hasta las entrañas, igual que si te dieran de repente un puñetazo en el estomago, algunas arrastraban velatorios incómodos de escuchar, como la de aquellos dos amantes, que se preparaban para su cita con cinco días de antelación, y dos días antes de la fecha deseada mientras él circulaba en coche por la ciudad, el autobús donde iba montada ella se cruzo en su camino y lo estampó quitándole la vida a él, y robándole las ganas de vivir a ella.
También me relató historias sencillas, épicas, cotidianas, llenas de un optimismo ensordecedor, donde en todas ellas los clavales acababan imponiéndose a los fusiles, miles de cometas creaban un mosaico en el cielo, y acordeones, y sonidos de pandereta inundaban la calle, callando el ruido de las malditas maquinas del infierno, como la de aquellos dos amantes, él un indocumentado sin papeles, ella en el paro y sin un futuro alentador, saltaron juntos todas las prohibiciones y obstáculos que les había impuesto la vida, campearon el temporal creyendo en ellos dos, y ahora se encuentran viviendo al borde del Atlántico, con lo suficiente para ser felices, y sabiendo que el futuro es cosa suya y no de los demás.
Igual que me explicó que el polvo del siglo está reservado para aquellos amantes que se quieran, y que el amor está donde menos te lo esperas, a la vuelta de la esquina, en la barra de un bar, detrás de un teclado escribiendo prosa poética, allí donde quizás no llegamos a alcanzar, o tan cerca que ni siquiera llegamos a darnos cuenta, está si lo buscas, si crees en él, está esperándote para cuando estés preparado, está incluso en esa maleta que se marchó y te arrastró hasta esta barra de bar. Antes de partir me dio un remedio casero para la resaca. Nunca más lo volví a ver.
Qué gran escrito, inmigrante. A veces las personas más desconocidas nos pueden mostrar lo que necesitamos para dar el mejor vuelco a nuestras vidas. Todo está conectado. No fue casualidad tu encuentro con aquella persona. Estabais destinados a mantener aquella conversación.
ResponderEliminarTienes razón, el amor está donde menos te lo esperas. El amor nos mira de cerca esperando alguna reacción de nuestra parte -o de la suya-. Yo lo busco tras la carretera. Tras pueblos y montañas.
Un placer leerte -de nuevo-.
Saludos.
De quien más esperas te decepciona y de quien menos te sorprende.
ResponderEliminarGrandes cosas te dijo el inmigrante. Me ha encantado la entrada!!!
Un beso.