La guerra llevaba un manual.
Un código de acceso. Mayúsculas, letras y números. Conjunción de caracteres.
Como niños jugando al azar detrás de la contraseña. Abrir el campo de batalla a
lo Moisés. Sacar los pañuelos blancos a la hora de comer lentejas, o cuando se
vaya el sol. Y pedir un pitillo al
enemigo mientras no se enteren los de arriba. Esos dinosaurios hundidos en
ideas del paleolítico. Cuidar los tintes de Armani y las infraestructuras y
materiales de oficina.
El manual de supervivencia también tenía su
código de acceso. Más natural, menos estructural. Cómo si tuviéramos que
codificar nuestra propia genética. Despertarla del apabullamiento público y la
falta de contenidos sociales del paradigma que se centra en un gran edificio,
con sucursales, cubículos desmontables, despachos de cristal, fotocopiadoras
sin tóner de color. Bolígrafos caducados. Falta de oxigeno cuando se oían los
pasos de alguno de los de arriba.
Y todo estalló como una caja
de confetis. Código de asteroides. Lluvia de mentiras, puñales por la espalda,
piedras, dardos que escuecen sin que haya herida abierta, y mucha, mucha, mucha
piel cobarde mutando como reptiles. Ya no hubo más cena de navidad, ni paga
extra. El camión de limpieza llegó a limpiar los restos finales. Despidos anti
naturales. Colas en el INEM. Algún que otro desahucio. Tergiversar e inventar
la noticia de primera plana.
Si jugamos a inventar el
final. Creamos un código de acceso. Algo así como un baile de delirios
universales. El canto ideal del cisne. La escena final de una función
abarrotada. Con aplausos y vítores. Bancarrota, sexo en la fotocopiadora,
extinción de los dinosaurios, adiós a las alturas, a las estructuras piramidales, edificio declarado
en ruinas, el bombazo definitivo, escombros, y música de orquesta de cámara
para ponerle el punto y final.
Saludos y gracias
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