El viajero me dice que el
mundo se le hace viejo, que se le queda pequeño, y que a pesar de que ha visto
arpones sangrar y provocar dolor, ni tan siquiera eso puede desafiar la
magnificencia que se ha llegado a encontrar, la vida no se amaga, no se
esconde, no busca la pureza de la tristeza para sobrevivir y sentirse más segura
ante la muerte, la vida está en la belleza que nos rodea constantemente, y no
hay nada que pueda sublevarle, tan solo es nuestra incapacidad lo que no nos
permite agarrar lo que tenemos delante de nosotros y vestirnos con ello, pero
primero hay que desnudarse de todos los andrajos mentales que llevamos encima,
y esa parece la parte difícil. Calla. Vuelve a apoyar los pies encima de la
silla que tiene enfrente y le da un trago a su copa, como poniendo así un punto
y aparte. Se está bien aquí fuera, en tierra de nadie, y me imagino que
exprimir naranjas en algún punto de alguna de las esquinas que forman las antípodas,
encontrar sus primaveras, podría ser un bonito final para empezar de nuevo.
Se sube encima de una silla y
coge unos prismáticos que apuntan hacia el paisaje que se encuentra de espaldas
a nosotros, me quedo extrañado, le pregunto que observa, que busca, y me
responde: Solo me falta llegar a un sitio y ya habré sentido que he llegado al
final de mi viaje, y ese sitio son los labios de esa mujer que se puede ver a
lo lejos. Me levanto, me pasa los prismáticos, y cuando se los devuelvo le
pregunto: Y la niña, ¿Quién es? Y me responde: La hija que me hubiera gustado
tener.
Saludos y gracias
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