Suponía que sería tentador
quitarse el espadrapo de la boca y ponerse a hablar, recrear incongruencias
envueltas en aviones de papel hasta que
los verbos se agotaran, los adjetivos tenían mucho que decir, iban detrás del
sustantivo, y la publicidad lo cagaba todo, su espacio, su tiempo, su momento y
no se podía concentrar, se alteraba tanto que la gravedad de la mesa saltaba
por los aíres para luego caer de nuevo, esta vez del revés, y no hacía falta
que nadie viniera y le dijera lo que le tocaba hacer entonces, cogía el
espadrapo del suelo y se lo volvía a coser en la boca quedando inmóvil sobre la
silla con las piernas cruzadas y los brazos en jarras.
Por ahí desfilaban todo tipo
de seres acuáticos y terrestres, y todas se preguntaban lo mismo porque no
pronunciaba ninguna palabra, que le había sucedido para acabar así, hasta que
la indiferencia se expandió de un modo tan amplio y colonizador que es como si
desertase para adentrarse en el desierto, plantarse en un banco de arena que
construyó con sus manos y quedarse ahí sentado hasta que el viento le tragase
en el buche de alguna duna y todos los castillos que un día hizo de pequeño en
aquella playa acabasen derrumbados en su totalidad y solo quedase agua y sal.
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